Miramos, miramos, miramos…
Miramos de un lado a otro con el deseo de atrapar, en el pequeño ojo de nuestra
cámara, lo mejor del instante, del lugar, de la vida misma que se derrama ante
nosotros.
Pero hay veces en que miramos, miramos y miramos… y nada.
Nada nos conmueve, nada nos llama, nada parece querer ser retratado. Ni
siquiera la propia cámara parece dispuesta a dejarse guiar por una composición
que la inspire.
Fue entonces, en aquella plaza repleta de gente, cuando algo
me detuvo. El ir y venir de cientos de personas bajo aquellos arcos me hizo
comprender que la verdadera fuerza de la fotografía no reside solo en lo que
muestra, sino en lo que despierta dentro de quien la toma.
Porque la auténtica potencia de una imagen está en su
capacidad para impresionar, para emocionar al propio fotógrafo. Queremos
capturar una idea, pero la vida, caprichosa y generosa, nos ofrece otras.
Elementos que entran en ese momento, mientras otros salen de
él, pero hay un instante preciso en el que decidimos apretar el disparador y seleccionamos
todos los elementos, ni uno más y ni uno menos, que deseamos que formen parte
de nuestra fotografía.
Es el momento justo en el que la imagen está, o así lo
creemos, equilibrada visualmente y muestra el mensaje tal y como habíamos pensado.
Y mientras seguimos mirando a través del visor, la vida
continúa su curso, ofreciéndonos escenas que nacen y mueren al compás de
nuestro propio tiempo.
Lo que pretendíamos atrapar se desvanece en un instante, sustituido por lo que
ocurre justo ahora, y en eso, en esa incesante fugacidad, reside la magia y el
misterio de vivir y fotografiar.