Sentimiento.
Hace ya un tiempo, mientras caminaba
por los alrededores del pueblo, se acercó una joven muchacha hacia mí.
Iba acompañada por una señora de
avanzada edad, de pelo cano, recogido y medio oculto por un pañuelo oscuro. Lucía
unas rigurosas y luctuosas prendas de luto mientras se apoyaba con dificultad
sobre un viejo bastón de madera oscura.
La joven muchacha portaba apoyado
sobre su pecho y sujeto sobre uno de sus brazos, un modesto ramo de flores,
mientras sus pequeñas y blanquecinas manos temblaban levemente, no sé si por el
peso del ramo o por cualquier otro motivo.
Alzó lentamente su mirada con un triste
y melancólico gesto y tímidamente me saludó con una voz tenue y entrecortada
mientras me preguntaba si conocía donde estaba el camino de los muertos.
Le contesté afirmativamente y, con
un ligero movimiento de mi brazo, le indiqué por donde debía dirigirse hacia el
lugar que estaban buscando. “Gracias señor” – me dijo la joven muchacha.
Se marchó lentamente junto a la
señora de avanzada edad tomando ambas la dirección del camino que les indiqué.
La joven muchacha sujetaba con un
brazo el modesto ramo de flores y con el otro ayudaba en su lento caminar a la
mujer de avanzada edad.
Reanudé mi camino aunque no dejé
de pensar en aquellas dos mujeres que interrumpieron mi camino y es que algo
había en ellas que despertó mi interés.
Decidí ir a su encuentro
atravesando las viejas calles y las estrechas sendas de la huerta hasta llegar
al camino que le indiqué a la joven muchacha.
A lo lejos las pude ver, entrando
al cementerio, cogidas del brazo y ayudándose del viejo bastón de madera oscura
tal y como las dejé al principio.
Al llegar al camposanto las vi
orando delante de una vieja sepultura circundada por unos grandes cipreses en
donde habían depositado el modesto ramo de flores que había llevado la joven
muchacha durante todo el camino.
Rezaban continuamente y repetían
unas monótonas salmodias que no conseguía entender. No se movían de aquella fría
lápida de mármol gris que tantos recuerdos y sentimientos parecía acompañar a
esas dos mujeres mientras seguían juntas, de pie, cogidas del brazo y
sollozando tímidamente.
Caía la tarde sobre el camposanto
y un viento frio y racheado azotaba los cipreses y removía de un lugar a otro
las hojas y flores secas que conviven con los difuntos por entre las tumbas.
Las dos mujeres se marcharon lentamente
de allí pero yo decidí quedarme un rato más y pasear por entre los empedrados
caminos del viejo cementerio escuchando los sonidos del viento azotando las
copas de los cipreses y sintiendo los suaves golpeos de las hojas secas en mi cuerpo.
Al salir por una de las puertas
laterales fijé mi vista hacia una montonera que había en un cercano descampado
junto a una de las paredes del cementerio.
Allí yacían, a vista de todos,
los sentimientos más profundos y más íntimos de todos cuantos, hoy por hoy,
todavía llevamos flores a nuestros muertos.
Arrumbadas, junto a basura y
escombros, estaban los restos hediondos de los ramos y coronas de flores que no
hace mucho tiempo eran sentimientos de dolor, de soledad y de despedida.
Sentimientos vivos que lucían con
prestancia sobre el recuerdo del pasado más cercano estaban ahora abandonados,
tirados, dejados por las manos de cualquiera, prestos a ser totalmente
olvidados por los vivos y seguramente también por los muertos.
Recordé de nuevo a esa joven
muchacha, con aquel ramo apretado junto a su pecho. Desde entonces cada vez que
vuelvo al cementerio visito esa tumba y coloco sobre ella una flor para
mantener vivo su sentido y su sentimiento.
Hoy esa misma fría tumba de mármol
gris, circundada por unos grandes cipreses, tiene otro nombre grabado sobre su lapida.
Es la mujer de avanzada edad que acompañaba a la joven muchacha.
Ricardo López Rubio.
Datos EXIF : (D750 - ISO 100 - f/5.6 - 52mm - 1/400 sgs.)